Sermón pronunciado por el padre Carlos Miguel Buela, VE, en la Santa Misa de la comunidad del Seminario “María, Madre del Verbo Encarnado” el día 11 de octubre de 1998, día de la Jornada Mundial por las Misiones.
Queridos hermanos: celebramos hoy la Jornada Mundial por las Misiones, la que, a partir de este año, será una de las grandes fiestas de nuestra Congregación, ya que nuestra Congregación es fundamentalmente misionera, y misionera ad gentes.
Me pareció que podía ser conveniente en este día predicar sobre lo que he dado en llamar las principales tentaciones del misionero. La substancia de este sermón -haciendo algunas modificaciones y algunos agregados- la voy a extraer de un borrador que ofrecí a los padres que están misionando en la Provincia de Europa Oriental, quienes me habían pedido que de alguna manera participase en sus días de convivencia. En ese entonces se me ocurrió que este tema les podría ser de utilidad, como de hecho así fue, como lo sé por sus agradecimientos.
Pienso que las principales tentaciones del misionero son las que van contra las virtudes teologales.
I. Tentaciones contra la fe
Gran tentación es querer ver los frutos apostólicos. Si es gran tentación en países de cristiandad como el nuestro, mucha más grande tentación es querer ver frutos apostólicos en países de mayoría musulmana, o de religiónes animistas, o cualquiera de las otras religiones paganas.
Tal vez nunca vea el misionero frutos apostólicos de envergadura. En otros lados, fructificarán, porque no hay acciones que no realice algún miembro del Cuerpo Místico que no redunde en bien de todo el cuerpo: uno puede estar, por ejemplo, en Guyana, y aparentemente no pasar nada allí; pero resulta que eso que uno está haciendo en ese lugar está produciendo efecto en otros lados, como vemos que pasa con nuestros misioneros. Finalmente, ¡cuánto bien nos hacen a nosotros!, ¡qué importante es para la formación del futuro sacerdote, que ya en su vida vaya adquiriendo una dimensión misionera que no esté reducida a los límites de una nación o de un continente! Para eso es necesario tener fe.
Seguro que en otro lado estará dando fruto ésta tu obra de entrega al Señor. Se estará dando fruto ahora, o más tarde, porque uno nunca sabe cuál es la hora de Dios. Siempre he pensado que la gracia de mi perseverancia en la vocación -a pesar de los seminarios en que me tocó vivir- se la debía a alguno que detrás de la Cortina de Hierro o detrás de la Cortina de Bambú estaba rezando y sufriendo, y ofreciendo esos sufrimientos por nosotros.
Tentación contra la fe es no darse cuenta que el primer e incuestionable fruto es ¡estar ahí!. ¿Cuál es el primer fruto del misionero? Estar ahí. Estar en la selva amazónica, estar en Papúa-Nueva Guinea, estar en Tayikistán, estar en Sudán… No había nadie; ahora se está, y eso ¡ya es un fruto! Y ¡un gran fruto!
Otra tentación: considerar las dificultades como insuperables: “¡Cuántas dificultades hay! Lenguas distintas, costumbres distintas, gente que no ha llegado ni siquiera al nivel de la agricultura…”.
Es cierto que hay muchos lugares en donde los pobladores no tienen ni siquiera el mínimo nivel elemental de educación como para subsistir; no pueden o no quieren darse cuenta que si ahora siembran la semilla después van a recoger el fruto. Son pueblos tan primitivos que todavía no han llegado a la agricultura; son países de tipo nómade y de economía ganadera, acostumbrados a lo más inmediato como es el beber la sangre y la leche de los animales porque de ese modo no tienen que esperar a que la semilla germine y produzca frutos. Pero, lamentablemente, con esta manera de vivir es como se producen las hambrunas. Me decía el p. José Flores que dos cosas son las que más le costaron trabajo en Sudán: la primera, la guerra: permanentemente se escuchan balazos, ráfagas de ametralladoras; la segunda cosa que más le costaba era el estar comiendo un plato de arroz y saber que fuera del campamento había quienes se morían de hambre. Todo esto ciertamente representa una gran dificultad, pero de ningún modo debe ir en desmedro del primer fruto que es ¡estar ahí!
Las incomprensiones al trabajo misionero: de los familiares, de los amigos, de otros sacerdotes, de los partidarios del cristianismo anónimo que han puesto una bandera de remate a la misión ad gentes…
En última instancia, la gran tentación de desconfiar de la providencia de Dios: Dios es infinitamente grande, Dios es infinitamente poderoso, y está en todas partes, como decíamos cuando niños en el catecismo de las noventa y tres preguntas: “Está en el cielo, en la tierra y en todo lugar”. Y su providencia se manifiesta en el cielo, en la tierra y en todo lugar. No hay lugar sobre la tierra en el cual no obre la Providencia amorosa de Dios: en lo más intrincado de las enmarañadas selvas, en los más inhóspitos desiertos, con un frío glacial o bajo un calor tórrido, en las estepas o en las altas montañas, en los agitados mares o en lagos pacíficos, en las megápolis o en las aldeas primitivísimas, en medio de las guerras y en medio de la paz, donde se carece de todo y donde en todo se sobreabunda, en todas las culturas, en todas las lenguas, en todas las etnias… ¡Dios siempre es Padre! ¡Y Padre infinitamente bueno con todos! ¡Cuánto más con su apóstol misionero!
Desconfiar del poder de la gracia de Dios, al ver esos espectáculos que son tremendos –hasta los olores son tremendos- las idolatrías, el paganismo, las supersticiones, y suponer que la gracia de Dios nada puede hacer para desterrarlos del corazón del hombre, ¡éste es muy grave error! La gracia de Dios es más fuerte que todo el mal del mundo junto. Enseña Santo Tomás: “El bien de la gracia de uno es mayor que el bien de la naturaleza de todo el universo”.(1)
Otra tentación es imaginarse mejores destinos, aun teniendo allí un sagrario y una imagen de la Virgen. Y el mejor destino siempre es aquél al cual hemos sido destinados. Incluso hay que formar sacerdotes que sean fieles sin poder tener sagrario y una imagen de la Virgen. Tiempo después conocí al cardenal chino que estuvo treinta años preso, sin sagrario, y sin imagen de la Virgen, sin poder rezar el rosario como cualquiera (porque si lo veían lo castigaban), sin celebrar la misa, sin poder leer la Biblia. ¡Y perseveró!
Última tentación de las tantas que podríamos poner dentro de las tentaciones contra la fe: olvidarse que el Espíritu Santo es “el protagonista de la misión”(2) . Y si el Espíritu Santo es el protagonista de la misión, el Espíritu Santo siempre hace cosas grandes, a pesar de nuestras limitaciones, de nuestras miserias. ¡Y habrá cosas grandes en la misión!
Por eso es absolutamente imprescindible formar hombres que vivan de la fe, seminaristas –futuros sacerdotes- que vivan de la fe. Que tengan en cuenta todas las verdades de la fe, que tengan muy en claro los cinco preambula fidei, porque si no tienen en claro los preámbulos de la fe, esa fe después no tiene base firme sobre la cual edificarse. Me refiero al problema de la Teodicea, la certeza de la existencia del Ser Supremo; al problema psíquico, la existencia de la inmortalidad y espiritualidad del alma humana; al problema ético, reconocimiento de la ley natural; al problema crítico, es decir, saber y tener la certeza de que se pueden alcanzar conocimientos verdaderos y objetivos; al problema histórico, la certeza de la existencia histórica de Jesús y de la historicidad de los evangelios y, para otras verdades, los otros soportes históricos (3). Por eso decía Juan Pablo II: “Hoy es necesario tener paciencia y comenzar todo desde el principio, desde los ‘preámbulos de la fe’, hasta los ‘novísimos’, con exposición clara, documentada, satisfactoria” (4) . Si esto vale para las Misiones populares, ¡cuánto más para las Misiones ad gentes! De tal manera que siempre debemos crecer en el acto de fe, incluso en esos matices que tiene el mismo y único acto de fe. Como decía San Agustín (5):
- 1. Creer en Dios (credere Deum), se refiere al objeto material de la fe, y debemos creer toda la verdad revelada por Dios, o sea, la totalidad de enseñanzas dadas por Dios a su Iglesia, es creer todo el conjunto de verdades que han de ser creídas.
- 2. Creer a Dios (credere Deo), se refiere a la razón formal del objeto de la fe, que es la verdad primera -Dios-, a la que se adhiere el hombre para asentir por ella a las otras verdades. Es decir, creer por la autoridad de Dios que revela, creer por motivo divino.
- 3. Creer tendiendo a Dios (credere in Deum), se refiere al movimiento del entendimiento por la voluntad, ya que la verdad primera -Dios- dice orden a la voluntad en cuanto tiene razón de fin.
¡Debemos ser hombres de fe intrépida!
II. Tentaciones contra la esperanza
Es una tentación contra la esperanza el no vivir pendientes de las promesas que nos hizo el Señor: “Estaré con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 18); “donde haya dos o más reunidos en mi Nombre, yo estaré en medio” (Mt 18, 20); “hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente…” (Lc 15, 7); “no hay nadie que habiendo dejado casa o hermanos o hermanas o madre o padre o hijos o campo por amor de mí y del evangelio no reciba el céntuplo ahora en este tiempo, en casas, hermanos, hermanas, madre, padres e hijos y campo, con persecuciones, y la vida eterna en el siglo venidero” (Mc 10, 28-30); “habrá un solo rebaño y un solo pastor” (Jn 10, 16).
Son tentaciones olvidarse de estas promesas clarísimas del Señor; son tentaciones contra la virtud de la esperanza, como también tentación de desesperar de alcanzar la santidad, de presumir que sin estudiar seriamente el idioma y la teología “me haré entender igual”; es tentación desperdiciar la gracia de la incomparable alegría misionera.
Hay que formar hombres que tengan una esperanza invencible, que tengan una confianza irrestricta en el poder de Jesucristo, que dijo “el cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán” (Mt 24, 35; Mc 13, 31; Lc 21, 33).
Va contra la esperanza el negar, deformar, silenciar, o poner en segundo plano la importancia insustituible de la vida eterna, cuyo claro testimonio debe ser el cometido principal de todo auténtico misionero. Por ello un día tomó con fuerza su bordón de peregrino y salió a anunciar con valentía el Evangelio de Jesucristo recorriendo los caminos de los cuatro puntos cardinales hasta los confines del mundo. Sólo la vida eterna motiva de verdad y justifica el ir a la misión ad gentes.
¡Debemos ser hombres y mujeres de esperanza invencible!
III. Tentaciones contra la caridad
Son tentaciones contra la caridad el no aprovechar las dificultades de la misión para amar más a Dios hasta vivir la vida unitiva; no aprovechar para amar más al prójimo en todas esas circunstancias difíciles que le toca vivir al misionero; dejar pasar oportunidades para practicar las obras de misericordia, tanto espirituales como corporales. No entender que sólo la caridad de Cristo salvará al mundo. No son nuestros programas, no son nuestros métodos, no es nuestra sabiduría; sólo es la caridad de Cristo la que salvará al mundo.
Olvidarse que el amor no morirá jamás. Perder la perspectiva de que “el amor es más fuerte que la muerte”(6).
¡Por eso es absolutamente necesario ser de caridad ardiente!
En este día me gusta recordar a quienes fueron esos hombres que tuvieron una fe intrépida, una fe que no se arredró ante nada. Me encanta recordar a quienes fueron esos hombres que tuvieron una esperanza invencible, que “esperaron contra toda esperanza” (Rm 4, 18); a quienes fueron esos hombres que tuvieron una caridad ardiente, por la cual casi todos dieron sus vidas; a los que llama el evangelio en griego los “Dodeka” (dodeka), los Doce (7) (Mt 10, 2. 26, 14; Mc 3, 16. 14, 43; Lc 8, 1. 22, 47; Jn 6, 67. 6, 71), ¡los Apóstoles! (cf. Mt 10, 2; Mc 6, 30; Lc 6, 13. 17, 5; Hch 2, 37. 4, 36; Ap 21, 24).
Por eso en este día en que recordamos ese mandato misionero de nuestro Señor a sus Apóstoles, tenemos que recordar que nosotros, como dice el Concilio de Trento (8), somos sucesores de los Apóstoles. También nosotros, los sacerdotes de segundo grado, somos sucesores de los Apóstoles por el poder enorme que tenemos de transubstanciar el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de nuestro Señor. ¡Sucesores de los Apóstoles! A nuestro grado, a nuestro nivel, pero ¡sucesores de los Apóstoles! O como también dice hermosamente el Concilio Vaticano II (9): “coaptados al cuerpo episcopal”, adscriptos al cuerpo episcopal, traducen en español; en latín, coaptantur, es decir, incorporados al cuerpo episcopal, cuerpo episcopal que es sucesor del Cuerpo Apostólico.
Por eso, que siempre crezca en nosotros esa llama de las virtudes teologales infusas, para alcanzar la gracia de vivir con fe intrépida, esperanza invencible y caridad ardiente, sintiendo en nuestro corazón esas palabras de Jesús: “Id por todo el mundo” (Mc 16, 15). O también aquello de José María Pemán:
“Mientras exista un confín,
de tierra sin alabar,
al que nos vino a salvar,
la tierra no tiene fin”.
¡La Reina de la fe, la esperanza y la caridad nos ayude a ser grandes misioneros!