Una vez llegó un elefante a la ciudad y se paseaba por la calle principal. El elefante era impresionante; nadie lo había visto antes. La gente no podía creer lo grande que era. El elefante caminaba majestuosamente por la calle. De repente, un perrito faldero corrió hacia el elefante y empezó a ladrarle.
El perrito era tan insignificante que el elefante ni siquiera se dio cuenta de que estaba allí. Otro perro, que estaba observando toda la escena, se acercó al perro faldero y le dijo: «¿No te das cuenta de que ni siquiera te ve?». Y el perro faldero respondió: «sí, me doy cuenta y por eso le estoy ladrando».
La enseñanza de esta fábula se refiere a luchar contra enemigos que no son enemigos reales en lugar de luchar contra los verdaderos. Para el perro faldero era muy fácil ladrarle al elefante ya que el elefante no lo iba a atacar, mientras que hubiera sido mucho más difícil para el perro faldero ladrarle a un perro como él ya que ese perro se daría cuenta de que lo estaba atacando y trataría de defenderse.
A nosotros nos puede pasar algo parecido. Muchas veces luchamos contra enemigos que no son nuestros verdaderos enemigos en lugar de luchar contra los reales. Por ejemplo, los que luchan contra los políticos, o los que se quejan constantemente de ellos. No digo que los políticos tengan siempre razón y que lo hagan todo perfectamente, pero lo que digo es que todo lo que digamos contra un político es básicamente como los ladridos de ese perro faldero, porque el político no nos oye hablar con nuestro vecino de lo que está mal en el gobierno de nuestro país. No cambiaremos la forma de gobernar de nuestro presidente. Sin embargo, nos sentimos satisfechos como si hubiéramos estado en un debate con él y hubiéramos ganado el debate. El político es sólo un ejemplo, porque ese tipo de enemigos son muchos. Me atrevería a decir que cada vez que hablo a espaldas de otra persona para cotillear, estoy ladrando a un elefante que no me hace caso.
En lugar de perder el tiempo luchando contra esos enemigos imaginarios, deberíamos luchar contra nuestro verdadero enemigo que es: yo mismo; mis defectos, mis pecados, mis imperfecciones, mis limitaciones, etc. Esos son los verdaderos enemigos porque son los que no me permiten ser una persona santa. Puedo hacer mucho más bien cambiándome a mí mismo que ladrando a los que no puedo cambiar. Porque si me cambio a mí mismo haré algo para mejorar este mundo mientras que si ladro (chismeo) a alguien que no me escucha, añadiré más mal al mundo.
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