Cuando era sacerdote, San Vicente de Paúl trabajó durante muchos años en un alto cargo para el gobierno y una de sus tareas era emplear a gente para el gobierno. Un día llegó una madre y le pidió un trabajo para su hijo. Tras examinar las aptitudes del candidato, llegó a la conclusión de que éste no tenía las habilidades necesarias para el puesto que su madre quería que ocupara.
San Vicente tuvo que decirle que su hijo no estaba cualificado para el puesto: «Lo siento, pero no puedo darle este trabajo a su hijo», dijo el santo, tratando de ser lo más amable posible.
¿Y qué ocurrió? La madre, muy enfadada, cogió algo pesado que estaba sobre el escritorio de San Vicente y se lo lanzó, golpeándole en la cabeza y cortándosela. Luego salió de la habitación. ¿Y qué pasó después? San Vicente cogió su pañuelo y, limpiándose la cabeza ensangrentada, dijo: «¡Increíble! Qué grande es el amor de una madre!». La religiosa que le servía de secretaria y vio toda la escena quedó estupefacta ante la mansedumbre de San Vicente.
Podemos decir que San Vicente tenía la sabiduría de la que habla el apóstol Santiago en su carta: la sabiduría de lo alto es ante todo pura, luego pacífica, amable, complaciente, llena de misericordia y de buenos frutos, sin inconstancia ni insinceridad. Y el fruto de la justicia se siembra en paz para los que cultivan la paz (Sant 3,17-18), que podemos resumir en una palabra: mansedumbre.
La mansedumbre es una virtud moral, parte potencial de la templanza, mediante la cual se modera la ira (el apetito irascible). Moderar no significa hacerla desaparecer, sino mantenerla en sus justos límites. Pretender hacer desaparecer la potencia irascible, (lo cual es imposible porque sería pretender dejar de ser humano) es caer en otro vicio, que es la falta de capacidad para enojarse, que nada tiene que ver con la virtud de la mansedumbre y también es pecado. Hay una ira santa, que nos hace enfadarnos cuando es necesario, y que nuestro Señor manifestó en algunos momentos de su vida, como en la purificación del Templo.
La mansedumbre es una fuerza que supone la pasión de la ira, pero es una fuerza superior a la pasión de la ira que nos ayuda a dominar la ira, o a tenerla bajo control, y a usarla en el momento oportuno y de la manera adecuada.
San Basilio dice que es la virtud más importante para tratar con los demás. De hecho, Jesús nos pidió que imitáramos sólo tres de todas las virtudes que Él poseía: caridad: amaos los unos a los otros como yo os he amado (Jn 13,34); humildad y mansedumbre: aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón (Mt 11,29).
Todo el Evangelio es una recopilación de la forma en que Jesús practicó esta virtud. Pensemos, por ejemplo, en la mansedumbre de Jesús frente a todas las acusaciones que Jesús recibió de los escribas, fariseos, etc. durante su vida pública, o el maltrato que recibió durante su Pasión, etc.
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