Una de las tribus de África Oriental (Kenia y Tanzania), la tribu Kamba, tiene una leyenda muy interesante. Se dice que hace muchísimos años los hombres que vivían en esas regiones estaban desesperados porque todos morían, unos de jóvenes, otros de viejos, pero de cualquier forma la muerte estaba presente en sus vidas. Decían: «la muerte nos está venciendo, así que debemos huir de la muerte».
Entonces, las autoridades de aquella tribu se reunieron y tomaron una decisión. Decidieron enviar gente por todo el mundo para buscar un lugar donde la muerte no dominara, para que pudieran trasladar a su gente a ese lugar y la muerte no conquistara a su tribu.
Enviaron emisarios para descubrir una tierra diferente donde la muerte no tuviera poder. Durante años recorrieron el mundo, de un lugar a otro, y regresaron al fin con la triste noticia: «Quedémonos aquí y muramos como murieron nuestros padres, pues no hay lugar donde no reine la muerte.»
La resurrección de Nuestro Señor Jesucristo nos dice que ese lugar sí existe; que hay un reino donde la muerte no tiene poder y cuyos habitantes viven eternamente y son eternamente felices. Ese reino es el reino de Cristo y, con Su resurrección de entre los muertos y Su ascensión al cielo, confirmó que ese reino existe aunque no pertenezca a este mundo (Jn. 18:36).
Cristo, con Su resurrección, confirmó que existe un lugar en el que ya no habrá muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor (Ap 21:4). Hay un reino en el que los hombres ya no tendrán hambre ni sed, ni les alcanzará el sol ni el calor… y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap 7:16-17).
Esta es una de las mayores alegrías que nos trae la resurrección de Nuestro Señor. Demos gracias a Dios por habernos dado esta esperanza a través de la resurrección de Jesús. Vivamos siempre de cara a esa realidad, y no permitamos que las distracciones que provienen de las cosas terrenas nos hagan perder una esperanza tan grande.
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